
El Taller de Primavera en Amalurra fue una experiencia profundamente transformadora, tanto para quienes participaron como para mí, que tuve el honor de sostener el campo, acompañar los procesos y facilitar que aquello que necesitaba ser visto pudiera emerger con verdad. Fue un viaje colectivo que nos invitó a recordar, sentir y sanar desde lo más profundo, abrazando no solo lo individual, sino lo ancestral, lo simbólico, lo que nos une como red humana.
Llegamos sin saber exactamente a qué veníamos, pero sí con el corazón dispuesto a abrirse. La primavera, con su fuerza regeneradora, nos acogió en un entorno que facilitó la sensibilidad, el encuentro y la presencia. En ese marco, y más allá de las edades, trayectorias o miradas, se fue gestando un campo de conciencia compartido, un “nosotros” vibrante donde cada persona pudo sentirse parte de algo mayor.
Desde el primer momento recordé al grupo que este encuentro no era solo para uno mismo. Que veníamos a hacer un trabajo al servicio del Elkar, ese "nosotros" ancestral que vive en nuestra lengua, el euskera, y en nuestra memoria profunda colectiva. Cada experiencia individual estaba al servicio de un propósito más grande: la sanación del tejido humano. No hubo estructura rígida, pero sí una intención clara: sanar a través del corazón, sostener lo que emerge, estar presentes.
El arquetipo del sanador fue el eje simbólico que nos guió. Nos reconocimos portadoras y portadores de esta energía cuando conectamos con cuatro elementos esenciales: el silencio, el movimiento, la naturaleza y el relato compartido. Fue hermoso ver cómo las historias se transformaban en medicina, cómo la escucha se volvía contención y espejo. A través de los relatos —personales, simbólicos, oníricos— se revelaron dolores, comprensiones y caminos hacia la sanación.
Hubo momentos de intensidad que pusieron a prueba la madurez del campo. En particular, una expresión emocional inesperada removió al grupo. Supe, en ese instante, que ahí había una puerta. Lo que primero apareció como conflicto —rabia, caos, desborde— era, en realidad, una oportunidad que el campo nos ofrecía.
Sostuve el proceso y acompañé al grupo a profundizar en el impacto, y lo que emergió fue revelador: una parte inconsciente, relegada, que pedía ser reconocida sin juicio. Cuando hay una escucha auténtica, lo que inicialmente parece caos revela una sabiduría profunda. En esta ocasión, la rabia y la confusión nos hablaron de lo que había sido reprimido durante mucho tiempo. Puse palabras donde había desorden, y vi cómo el veneno comenzaba a transformarse en medicina.
A medida que integramos lo inconsciente, el campo se enriquece y se vuelve más coherente. Surge entonces una inteligencia más amplia, que se manifiesta con mayor claridad cuando dejamos de negar aquello que opera en la sombra. Así, la sabiduría del campo florece en su plenitud.
Guié al grupo a ver que lo que no se nombra actúa desde la sombra, y que cuando lo acogemos con presencia, ese caos interior se convierte en fuerza vital. Esta fue una de las inspiradoras vivencias del taller: que todos llevamos dentro una parte vulnerable, poderosa, caótica incluso, que no busca ser eliminada, sino integrada. Y cuando eso ocurre, algo profundo se ordena. El corazón florece.
El trabajo con el corazón fue una constante. Propuse explorar sus cuatro dimensiones: el corazón pleno, claro, abierto y fuerte. Identificamos juntos las sombras que bloquean su expresión: la adicción a la intensidad, al saber, a la perfección, a lo que no funciona. Y descubrimos los anhelos profundos que hay debajo: amor, poder interno, sabiduría y sentido. No fue un trabajo mental. Fue un proceso vivencial, emocional, simbólico. Desde el cuerpo y desde el alma. Sanar el corazón es, en esencia, aprender a estar con lo que duele sin huir, y convertir la herida en fuente.
A través de viajes guiados al mundo simbólico, acompañé al grupo a encontrarse con imágenes, animales de poder, memorias ancestrales y mensajes reveladores. En ellos se desplegaron duelos, traiciones, miedos, pero también gratitud, fuerza, amor y esperanza. Todo fue bienvenido. Todo fue humano. Todo tuvo un lugar.
Y ese círculo, esa comunidad, fue el gran contenedor del taller. Vi cómo se tejía algo muy valioso: una red intergeneracional sin jerarquías, donde personas de 21 años compartían el mismo espacio sagrado con personas de 80. Sostuve el campo para que se expresara la autenticidad. La confianza se cultivó desde lo simple: el gesto, la risa, la ternura. Y sentí, una vez más, que Amalurra es ese lugar alquímico donde lo viejo puede convertirse en miel.
El camino que recorrimos juntos fue el viaje desde la fragmentación hacia la unidad, del desorden al orden, desde el miedo hacia el amor, desde el yo aislado hacia el nosotros consciente. Mi rol fue el de facilitar ese tránsito, de alumbrar los puentes que nacen cuando las heridas dejan de esconderse. Una vez más, he experimentado que cada persona es una puerta a lo sagrado cuando se entrega con verdad. Y que el corazón, cuando se despierta, sabe el camino, aunque la mente aún no lo entienda.
Nos despedimos con un compromiso: sostener lo vivido, no olvidar lo que el corazón reconoció, y seguir afinando nuestra frecuencia interna para caminar con sentido. Este taller no fue un paréntesis, sino un portal. Una confirmación de que, cuando confiamos, cuando estamos presentes, cuando vibramos con autenticidad, la vida florece. Y como las abejas que solo se posan en la flor que vibra con su frecuencia, aprendimos a escuchar esa flor interna que nos llama. No siempre sabremos hacia dónde vamos, pero sí sabemos desde dónde queremos caminar: desde el corazón.